Entonces llegué a mi habitación decidido a todo, incluso a perdonarme. Y cómo no, si yo la requetequería y ella me había correspondido aunque sea por unos diáfanos segundos. Su boca sobre la mía, como pétalos sobre labios urgidos. Imposible describirlo por escrito, sólo estas imágenes que son recuerdos, tan personales, tan fijos pueden acercarse a lo vivido. O sea que fue ella la ecuación indescriptible del amor auténtico; para ser más precisos, la creí el amor de mi vida, incapaz yo de enamorarme, pensé, de alguien más en un futuro como éste, el contexto en el que te escribo. No pude exigirme a soñar, conforme con un beso quedé, porque si soñaba, quizá esta vesania que fue mi vida, esta paradoja del amor principiante hubiese crecido y el viaje hubiese sido antes, por consiguiente, la tristeza peor. ¿Tristeza? Quién habla de tristezas en ese momento. Imposible. El mozalbete más radiante del orbe se tendía en su cama como un cubrecama, luego de haber puesto play al casete de Calamaro. Y se extasiaba al rubor de un beso… Y al hecho de estar escuchando una buena canción.
No podías haberme arrancado la sonrisa ni con pinzas: Mónica había metido su lengua en mi boca y jugueteado dentro… Hummm, qué jolgorio, qué dicha. ¿Cómo? En primer lugar, siempre quise besarla, o algo más, como sentirla entera mía, pero es en esos casos cuando mandan las hormonas y mandan la pasión. Precisamente era eso lo que quería. Luego, intentar sostener esa tesis en la que se dice que ella es un ángel, o sea, satisfacer la necesidad de pasear mis manos por su espalda desnuda en pos de sus alas, o de las cicatrices que éstas dejaron al ser arrancadas (a los ángeles se les quitan las alas cuando bajan a la Tierra) al llegar a mi vida. Al no haber alas, igual sería: mis definitivas ansias de tocarla desnuda habrían sido complacidas. Dejar fluir la sexualidad luego, pero tan despacio, como para que ella no se dé cuenta. Por eso, a la orilla del mar de Chorrillos, ella se dejó tumbar a la arena, y dejó que le ausculte la espalda en pos de sus alas; en efecto, no encontré alas, pero no me decepcioné, sino que me encendí con la tersura unánime de su piel. Lo mejor vino después porque ella ji, ji, ji, ji, se reía así, como si hubiese premeditado ese ocaso tan impresionista. Su cabello se alborotaba y mezclaba con la arena, pero no pareció importarle. «¿Alguna vez has besado a alguien?», preguntó. «No a una mujer», le respondí, a lo que ella me miró confundido, por ello me apresuré a alegar: «O sea no a una mujer tan bonita como tú». «Oh no, de seguro lo dices para impresionarme», pero para impresionistas Monet o Cezane, porque yo no quería eso, sólo decía la verdad a medias. «No, no, en serio, no hay nadie más bella que tú, Mónica», «Sí lo sé. A lo que me refiero es que tú quieres impresionarme dándome a entender que has besado a muchas». Dio en el clavo. Me bajé, casi me deprimí. «¿Por qué esa cara?», «Es que es verdad. Ya tengo catorce, todos mis compañero han besado a una chica alguna vez, pero yo no», «Si tú quieres yo te puedo enseñar», «¿En serio?», me emocioné tanto… «Sí: es fácil», y empezó con su clase maestro. Las nociones previas me decían que al verla a pocos centímetros de mi rostro debía cerrar los ojos para disfrutar más de sus labios e intentar descubrir el sabor, mágico dulzor, que sus labios tienen. Todo se convirtió en algo mejor, cuestiones de principios, claro. Porque entre los pocos espacios cortos de saliva que dejó entre mis dientes, días después, incluso ahora, como magia indeterminada, busqué el favor de querer que su beso me lleve a la eternidad. Con los ojos cerrados, como espejos rotos, ella me veía desde todas partes. La vieja descortés gracias de sentirme menos acabó con una magnanimidad realizada por sus labios que sabían a miel. La besé… Y me quedé con la misma sonrisa durante una semana, en espera de otra tarde impresionista chorrillana
lunes, 1 de junio de 2009
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