I
La primera vez que coqueteé con la muerte fue con la desinteresada ayuda de Mónica. Un juego, un capricho nuestro. Jugando a ser inmortales caímos en la cuenta de que la inmortalidad se tiene que demostrar. Eso hicimos. Tenía toda mi fe puesta en ella, mi fe, luego mi vida. Sus ojos infinitos me inspiraban una confianza más infinita aun. «¿Vamos?», preguntó. Asentí más por el encantamiento extraño de sus ojos que por el hecho de querer ir.
«Para hacerlo, necesitamos materiales, si no, cómo…», dijo mientras subíamos las escaleras. Dicho eso, me dejó a medio subir en esa escalera que, sin ella, parecía infinita… Volvió al primer piso. Yo la esperé unos segundos. Mientras la veía desaparecer por el pasadizo en donde papá guarda las cosas del auto, suspiré resignado a someterme a una nueva locura de Mónica. Llegué a mi cuarto con un cansancio, como si yo hubiese peleado mil guerras y las hubiese perdido todas. Miré a la puerta si acaso llegaba. Fue vano. Volví la vista hacia la cama, di unos pasos y me dejé caer vencido por mis guerras; cerré los ojos, abrí los oídos para sentirla llegar. Demoró un poco más de lo que estaba dispuesto a esperar. Cuando ella llegó, yo empezaba a quedarme dormido. Sus ojos miopes, la sonrisilla de bandida, las manos en la espalda, su respirar agitado como si hubiese subido corriendo las escaleras o saltando de dos en dos los peldaños; todo lo de ella me gustó. «¿Qué tienes atrás?», pregunté. Ella sonrió y creí que había sido muy ambigua la pregunta. «Sólo tengo lo que necesitamos», respondió. Fruncí el ceño. Me levanté de la cama. De inmediato, puso ella allí, en la cama, una bolsa negra, que era lo que traía a escondidas. Dejó la bolsa y dirigió su mirada al techo, ¿qué buscaba?, ¿arañas?, ¿moscas?, eso le pregunté: qué buscas, Mónica. Y ella, señalándome con el dedo, dijo: «Eso». Era una especie de viga lo que buscaba, y me señalaba, que atravesaba la habitación de extremo a extremo sin sostener el techo. Se sentó en la cama, sacó la soga y, con paciencia de pescador, empezó a hacerle nudo a un extremo de la soga. Quedé mirándola con una especie de miedo y avidez. Sabía que nada bueno podía trae ese nudo ¿o sí?
Una vez listo el nudo, se puso de pie y midió no sé qué de la viga. Se acercó a la viga arrastrando la soga y una silla. Puso la silla perpendicularmente a la viga. Yo miraba absorto, sabía a qué iba a llegar y, sin embargo, me daba por recién entendido. Pasó la soga por encima de la viga cogiendo el nudo, dejando caer el otro extremo y haciéndome un ademán para que cogiera esa parte de la soga. «Ten, cuando te diga, sostienes fuerte, ¿de acuerdo?», dijo. No sé por qué accedí, quizá porque seguía fascinado por sus ojos maravillosos.
Subió a la silla para ponerse la soga en el cuello. No parecía tener miedo, al menos miedo no era lo que sus ojos reflejaban, todo lo contrario: parecía que desde hace mucho venía practicando tan macabro ritual, y el juego, desde luego. Guiñó el ojo y dijo: «Jala». Empuñé la soga con fuerza. Ella dio un brinco y pateó la silla… Quedó suspendida en el aire, apretando los dientes, cerrando fuertemente los ojos, con las manos tratando de desajustarse la soga… Y yo, mirándola y soportando su peso, absorto y queriendo acabar este juego. La miro con miedo. Ella patalea, parece que quiere gritar, y no le salen las palabras porque yo se lo impido al jalar la soga así… Se pone morada… Todo su rostro pálido se vuelve exangüe… Los ojos se le saltan levemente junto a dos lágrimas… El cuello y el rostro, morado… Sentí un miedo, miedo de hacerle daño a la chica que me quiere más que a su propia vida, y es precisamente daño lo que le hago al jalar así la soga.
No aguanté cargar con la culpa, con ese cargo de conciencia y solté la soga. Ella cayó bruscamente al suelo. Un sonido sordo, un golpe sordo se escuchó. ¡Plop!, y un polvito levantándose del suelo. No hubo nada más ni su respirar agitado ni nada. Me acerqué a ella asustado, los ojos vidriosos. Balbuceé: «¡Mónica, Mónica!, ¿estás bien?». Ella no se movía. Las lágrimas incipientes se hicieron llanto desesperado. Me arrepentí de haberle hecho un daño acaso irreparable, pero ella no se movía. Y así, llorando y arrepentido, me acerqué a abrazarla…
Fue en eso que ella se movió al sentir que la abrazaba. Quiso articular palabras, pero no pudo. Le ayudé a desanudarse la soga del cuello. Ella no me miraba, ¿estaría amarga con quien casi la asesina?, no la culpo. Empezó a toser raudamente. Fue recuperando su palidez habitual. Yo la veía con una verdadera sonrisa, una de felicidad. «Discúlpame, Mónica, no era mi intención hacerte daño», le supliqué. Ella me miró indiferente. Luego de soslayo. Luego, posó sus ojos benditos un rato en los míos. Siguió tosiendo: «E-res… un… im-bé-cil…, un… i-dio-ta», dijo entrecortándose por su propia tos. Bajé la cabeza escondiendo una sonrisa, la bajé para soportar las veces que Mónica quiera llamarme idiota o imbécil, cualquier insulto era poco para lo que estuve a punto de hacer. «Eres… —empezó— un…imbécil…, un idiota», ahora sin tanta tos de por medio. La miré para asegurarme, ahora lo comprendo, si en verdad respiraba. Volví a bajar la mirada. «Eres —continuó— un idiota, no debiste soltar la soga así», se puso de pie, recuperó totalmente su palidez, se quitó la soga del cuello y me la entregó. Me miró casi indiferente y repitió: «Eres un idiota…», se agachó, cogió su tobillo e hizo una mueca de dolor. «Ya ves, ya me lastimé por tu culpa», dijo. «Perdón, no era mi intención», me disculpé. Ella me miró, con una mueca dulce que me hizo comprender que estaba perdonado. La abracé como mi madre me abraza, fuerte. No había muerto, seguía siendo ella y yo la amaba así. Ella correspondió a mi abrazo, me besó la frente y me dejó respirar su aroma, su fragancia. «Qué se siente estar al filo de la muerte», le pregunté, quizá inoportunamente. Ella sonrió con una especie de mueca, me besó la frente y dijo: «Ah, es indescriptible, tendrías que probarlo tú mismo», me echó una mirada y me apretó contra su pecho. «¿Te animas?», preguntó casi irónica. Sonrió y me insistió con la mirada. ¿Probaría yo lo que se siente estar al filo de la muerte?, ¿u optaría por quedarme con la duda hasta el día en que me entre la curiosidad otra vez?
II
No sé cómo, pero ahora estaba parado, con la soga en el cuello, sobre la silla que tenía que patear luego de brincar. Quizá otra vez influyeron en mí sus ojos impolutos, que siempre me han tenido fascinado. La miré con los ojos vidriosos, yo ya no quería seguir jugando, se lo supliqué con la mirada, pero ella dijo: «Tú dirás…». Entendí que cualquier súplica era vana. Mónica se enrolló la soga en el brazo y se alistó a sostener mi peso… Di un brinco e intenté patear la silla, que no se alejó mucho… Pude ver cómo ella hacía fuerza para sostener mi peso. Sentí un dolor en el cuello, luego una picazón por todo el cuerpo, el aire vaciándose de mis pulmones. Sentí los ojos hinchados, la circulación cortada en mi cuello. Perdí contacto con la realidad, con el mundo. Un leve dolor… Era la soga en mi cuello… Mis ojos estáticos intentando comprender por qué Dios me miraba triste desde cualquier lado porque Él es omnipotente, y ahora triste.
Escuché un vago ding-dong resonar por mi sala, no estoy seguro, de ese día no estoy seguro de nada, excepto que casi mato a Mónica. Mónica se acercó hacia mi y me dijo: «Ten, sostén un toque, ahorita vuelvo». Me entregó su lado de la soga. La cogí con la mano que no intentaba desanudarme, es decir, la mano temblorosa y crepitante. Me pareció tener un año colgado, pero recién, cálculos posteriores, iba quince segundos y contando…
Mi vista empezó a nublarse, todo estaba borroso; mis pulmones empezaron a acartonarse, el cuerpo ya no me pesaba, no había dolor ni aire ni sangre en el rostro, por ello se me puso morado. Me sentí una pluma capaz de volar con cualquier viento. Una brisa helada recorrió mi espalda y contrajo mis extremidades. La fuerza se me fue… los recuerdos llegaron: Papá y Mamá abrazados… Mónica llevándome a bibliotecas… Mi hermana creyendo que yo soy el hermano malo que sólo hace llorar a mamá. La lágrima que salió no fue por el temor de dejar la vida, si no por la nostalgia de ésta. Mi cuerpo se adormeció todo. Sentí un hilo de éter recorrerme la médula espinal, luego el cerebro, propagando un letargo por esas zonas nerviosas. Mis dedos, ñatos y contraídos, temblando y perdiendo rigidez. El abdomen se me hizo un globo desinflado. Los pulmones, acartonados. Un segundo hilo de éter recorrió mis piernas y les arrebató la motilidad. Ese mismo hilo mató cada terminación nerviosa en mi cuerpo. Sentí a Dios darme la espalda por ser yo un suicida; le supliqué Su perdón con los ojos desorbitados, la garganta extremadamente herida, lengua afuera y el rostro cárdeno. Una nubosidad deformó la habitación ¿o mi visión? Las fuerzas me abandonaron para siempre. El hilo de éter recorrió mi pecho y acechó a mi corazón, que latía por costumbre y sin oxígeno; el hilo llegó a mi mano entumecida y mató cada terminación nerviosa que sobrevivió… Sentí un placer casi sexual e infinito, ningún ruido, el vacío del mundo y lo estúpido de la existencia, un sosiego, ninguna preocupación, una paz como cuando uno duerme luego de leer… pero fue efímero, me acerqué más a la cama de la muerte, que es mujer. Las fuerzas me dejaron levitando un fracción de segundo… Caí bruscamente al piso…
Sufrí un desmayo. Cuando me volvió el alma, me di cuenta de que el ángel que me hacía caricias casi de verdad, era Mónica, sollozante y alterada, pero intentando no demostrarlo, cosa que no podía. Me acarició los ojos y me quitó la nubosidad. No sentí mi cuerpo. Quizá había muerto por cuestión de segundos. No sentí nada más que mi alivio y paliativo favorito: la voz de Mónica. Me besó en los labios, casi con amor, diría yo que fue un estipendio por haber sobrevivido a mi propio funeral. Se preocupó por mí, me abrazó, me amaba aunque sea unos segundos. Todo eso en un segundo. Sentí unas hormiguitas recorrer todo mi cuerpo. Tuve un largo acceso de tos, escupiendo muerte y sangre. «E-res… una… ton-ta», le dije imitándola hace un rato. Ella interpretó mi papel y bajó la cabeza. Continué: «No debiste dejarme colgado así…», me cogí el tobillo, fingí una mueca de dolor y dije: «Ya me lastimé le tobillo por tu culpa». Ella sonrió y me apretó contra sus senos exquisitos. Me quedé a gusto en esos monumentos de carne que Mónica poseía, inhalé sus fragancias… Para mi sorpresa, volvió a besarme la boca, su lengua golpeaba mi encía. Yo no sé besar. Quise ponerme de pie, hice el intento, pero… Un aguijón me hincó en la espalda, me quedé estático para que no se propagara el dolor por todo el cuerpo, hice una mueca de dolor muy cierta y… ¿Mónica riéndose?... Sí, se reía. «Al caerte —explicó—, no fuiste a dar al piso directamente sino que te golpeaste la columna en la esquina de la silla». Ella rió burlona, tenía toda la razón: soy un idiota. Dijo que vio mi caída, así que creí su versión. Dijo, además, que me quitó la soga al verme convulsionando y con los ojos blancos, cosa que no recuerdo. Me recostó en el piso, puso sus manos en mis ojos y dijo: «Recuéstate, relájate y duerme, quizá esto sea un sueño». No sé por qué siempre le hago caso, ese día no fue la excepción. Me reconcilié con Dios y le agradecí por haber creado a una mujer como Mónica. Ella me arrulló y así me quedé dormido sin sentir el aguijón en mis lumbares…
1 comentario:
definitivamente eres muy bueno en esto, me gusto la q esta dedicada a diego vallejos.
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