viernes, 22 de febrero de 2008

Conjunción carnal

Y el amor comenzó a transformarse con el tiempo
se hizo, tal vez, más traumático, pero mucho más inteso







(...) «¿Recuerdas la primera vez que hicimos el amor aquí?», preguntó Angélica. Y Marcelo, besándole, le respondió que yes, porque, Angélica querida, cómo no recordarlo si fue el mejor de mis cumpleaños je, je, je. Llegaron hasta la desvirgada habitación de angélica. Allí adentro, se desnudaron, ambos, muy aprisa como si el tiempo disponible se les fuese a acabar, o si el fin del mundo fuera en unos minutos más y hacerse el amor fuese su última voluntad. Apagaron la luz. Se besaron con ansiedad, desaforadamente y con descaro frente a un cristo que, demonios, no podía cerrar los ojos por qué, porque estaba pintado pues. Angélica, a pesar de la oscuridad, llegó por el buen camino hacia su cama besando y jalando a Marcelo, que, por cierto, nunca puso resistencia. Angélica tanteó el sexo de Marcelo, primero lo acarició por encima de la ropa, luego: «Marcelo, quítate el pantalón». Y Marcelo no le dijo nada. La siguió besando recostado encima de ella y echado entre sus piernas. «Apúrate, Marcelo, quítate el pantalón que ya tengo ganas de tirar», dijo Angélica con voz grave y vulgar. Marcelo dejó de besarla, y en la oscuridad soltó una sonrisita como de sorpresa y dijo: «Caracho, Angélica, qué pasó con tu educación. Si vamos a hacer el amor, hagámoslo, pero con educación. No somos perros para andar tirando». Angélica tragó amargura y quedó en silencio. Marcelo se echó a su lado riéndose por dentro a causa del discursillo de hace unos segundos, y pensando que a Angélica se le iban a ir las ganas de tirar. De pronto un suspiro de Angélica interrumpió el maravilloso silencio. Ella se recostó de costado. Hizo poco ruido al sentarse en la cama, luego al pararse, luego al volverse a echar a la cama. Se había desnudado ella misma. Otra vez su mano tanteó el sexo de Marcelo. Y luego le dijo, ella, al oído en un tono de voz suave (sin fingir la voz porque ése era su tono de voz): «Amor, Marcelito, ¿me pasas tu sexo, por favor?». Marcelo sonrió y se abalanzó sobre la mujer-adolescente desnuda que tenía entre sus brazos, y, eso sí, tenía nombre y apellido y era: Angélica Massel. Angélica desnudó a su flaquito, lo dejó en carne viva y cubierto de oscuridad…
En el fondo, Marcelo pensaba triste y constantemente en Verónica. En realidad, no había dejado de pensar en ella desde hace semanas, exactamente desde que la conoció. Y Verónica no lo sabía, mmm… no, no lo sabía porque sino no estaría a solas con Fúcer.
(Otra vez en la cama) Angélica se sentó encima de Marcelo, y se empezó a mover, primero suavemente, sintiendo el sexo de Marcelo dentro de ella. Luego con más violencia. Sus gemidos eran cada vez más fuerte, más agudos, más excitantes. Angélica gemía más y más y más…y arañaba el pecho de Marcelo más y más, jugaba michi en su pecho… Pero Marcelo hacía un grande esfuerzo por mantenerse a la altura de las exigencias vaginales de Angélica, porque aquella noche estaba extremadamente triste, estaba extremadamente solo (así se sentía). A parte, no tenía ganas de hacer el amor, y nunca supo qué estaba pensando cuando le dijo “vamos pues”, a Angélica, quizá pensó que haría el amor con Verónica.
«Angélica, bájate y ponte a mi lado», le dijo Marcelo con voz trémula por el esfuerzo sobrehumano (es que Angélica en verdad parecía una ninfómana). Y Angélica con voz trémula, pero placer, le dijo: «Es…espera…te, ahorita llego…sí…sí… ¡sí!, ¡sí! ¡SÍ! ¡SIIII! ¡Ya llego!». Y Marcelo, fracasando por ser estoico, con voz trémula: «No, ven Angélica, ¡ya!». Angélica lo ignoró y siguió moviéndose y arañando el pecho de Marcelo. «Angélica, por favor, échate a mi lado», suplicó Marcelo. Y Angélica siguió moviéndose y gimiendo allí sentada, sintiendo el sexo de Marcelo, frotando su pubis con el de Marcelo, mirando el techo (al cual no le vendría mal una mano de pintura), tocando sus senos grandes (habían crecido), pellizcándose con la yema de los dedos los pezones más claros del mundo…Angélica ya tenía en placer en el interior, pero quería llegar a un orgasmo, por ello su movía muy alocadamente, «Sí, sí…siiii! Ya llegó», decía Angélica bordeando el orgasmo, buscando el impulso externo para poder llegar. Bueno, y Marcelo cayó en la lujuria y dejó llevar por la lujuria exagerada y ninfomaníaca de Angélica, así que se sentó abrazándola y empujando hacia los adentros de Angélica su sexo, moviéndose al ritmo que Angélica se movía. Y Angélica se excitó más y más y más, pero mucho más que al principio. Marcelo dejó besos regados por donde podía (llámese cuello, pecho, mejillas, boca, pezones, senos). De pronto…Angélica soltó un gemido muy intenso que venía desde el fondo de sus placeres, un gemido más fuerte y prolongado que los anteriores…había llegado al orgasmo; se dejó caer en el pecho de Marcelo (conservando el sexo de Marcelo dentro de ella) rendida, agitada, sudorosa, complacida. Luego se echó al lado espontáneamente, sí, porque no tuvo tiempo de pensar en las palabras que hace rato Marcelo le había dicho. «Ya…, Ya…ves… a-mor… lle-gue… ufs», dijo Angélica agitada y respirando una bocanada de aire después de cada sílaba articulada. Le besó, le dio un abrazo; y empezó a besarle la boca… (Para ello mientras Angélica respiraba y hablaba, Marcelo, que había eyaculado, se cambiaba de preservativo)…y siguió un camino de placeres infelices, pero deliciosos, eso sí, que empezaba en los labios de Marcelo y terminaba a una cuarta debajo de su ombligo. Angélica besó la boca, el cuello, el pecho…y llegó al sexo agresivo de Marcelo, lo besó, lo lamió y jugueteó con él… Y Marcelo estaba en el empíreo. Angélica masturbaba a Marcelo, le hacía caricias púbicas, lo volvía loco, introdujo el sexo de Marcelo en su boca y con la lengua, dentro de la boca, empezó a hacerle masajes. Cuando el sexo de Marcelo quedó otra vez listo para la batalla, es decir, erecto y duro, Angélica se apresuró en sentarse a horcajadas en el pubis de Marcelo. Y Marcelo despertando del placer le agarró de la mano y la jaló pues, carajo, Angélica bájate de allí que quiero hablar contigo. Y Angélica lo besó, y ese beso dijo mucho como que, por favor, Marcelito, una más, ¿sí?, no seas malito, pues, tú sabes que esa es mi pose preferida. Marcelo dijo, por enésima vez: «Ven, Angélica, ven, acuéstate a mi lado». Y Angélica haciéndose la tonta: «No, flaquito, así sentadita me gusta más, es más rico». Y Marcelo: «No, Angélica, sólo un ratito acuéstate a mi lado». Y Angélica: «No seas malito, tú sabes que esta es mi pose preferida». Y Marcelo: «Sí, lo sé…». Y Angélica interrumpiéndole le dijo: «¿Entonces por qué quieres que me baje?». Y Marcelo: «Lo que pa…». Angélica no lo dejó terminar la frase, le tapó la boca con una mano y con la otra se colocó el sexo de Marcelo...
Marcelo no quería porque no tenía ganas (¡já! cosas de la literatura). Marcelo se quitó la mano de Angélica bruscamente. «Ay, no seas tan brusco», se quejó Angélica. Marcelo se sentó en la cama sin quitarse de encima a Angélica, encendió la lámpara. Ya no era una luz tenue y amarilla la que iluminó la habitación desvirgada desde hace mucho de Angélica, sino que había cambiado en foco je, je, por uno más potente y de luz blanca je, je. Marcelo (cubriéndose los cojos de la luz) vio el cuerpecito de Angélica, sí, su cuerpecito de sirena; la textura fina de su piel color blanco humo; sus senos que ya no eran pequeños, sino que eran suficientes, con unos pezones rosados y aquella pequeña selva de bellos en su pubis.



(Fragmento del capítulo III de mi novela Epidemia de Tristeza)

domingo, 17 de febrero de 2008

Claudia Bazán

... Si alguna vez fui un ave de paso,
lo olvidé para anidad en tus brazos.
Si alguna vez fui bello y fui bueno,
fue enredado en tu cuello y tus senos.
Si alguna vez fui sabio en amores,
lo aprendí de tus labios cantores.





(...)

Claudia es de aquellas chicas que prefieren el buen rock (ya en inglés, ya en español) y no el reguetón, el punk, y el metal (que son tres géneros cuya sólo pronunciación es una falta de respeto). Ella es muy inteligente, analítica, por eso, y porque me gusta la calma que me irradia, la amo. Ella no es como las otras chicas (harén que se aloca con el primer vagabundo que las mira bonito, que se preocupan más por si están guapas que por forjarse un futuro; en pocas palabras, un harén inútil). Cualquiera que viese a Claudia diría que nunca ha tenido enamorado por que es muy seria; dirían, también, que, desde pequeña, iba al colegio en movilidad; que nunca ha ido a discotecas y que su familia es feliz desde la infancia. Podrías decir eso de Claudia, y no te equivocas, no, efectivamente, ella nunca ha tenido enamorado, ha estudiado siempre en un colegio de mujeres, siempre ha ido en movilidad, y, las horas que otras chicas las invierten en discotecas, ella las invirtió en estudios científicos de política, literatura, religión. Y, a causa de ellos, es analítica, crítica de mis versos inocentones, quiere estudiar Ciencias Política y es agnóstica. Con todo lo anterior voy de acuerdo, lo que si no me encaja es que sea agnóstica, yo, aunque mal, creo en Dios. Claudia nunca ha tenido enamorado, según me dice, ¡es virgen de labios!, y, bueno, supongo que de lo otro también, nunca se lo he preguntado, es que no hablo de sexo con ella, bueno sí, pero objetiva y generalizadamente. «Mi chiquititud ha sido muy linda», me dice siempre que la evoca. Cuando me pregunta sobre la mía, yo le respondo con el primer verso del soneto “Tristita”, escrito por Abraham Valdelomar: «Mi infancia, que fue, dulce serena triste y sola…», y ella estalla en risas dulces y repone que es imposible que yo haya tenido una infancia triste… Eso lo dice porque ella no sabe mis secretos.
Claudia ha cumplido 17 años hace unas semanas, no la saludé porque no sabía que era su cumpleaños, ni siquiera me hablaba con ella, es más, yo pensaba que el tipo de mujeres como Claudia existían en la literatura, por eso días. Tiene Claudia unos ojos grandes, inteligentes y sonrientes; su cabello es corto (le llega a la nuca), castaño y fino; usa lentes, y eso la hace ver más intelectual (sus lentes son de marco plateado, cada vez que la veo mirándome por encima de su lentes como quien dice: hola, loco; la amo más); sus cejas son ralas; sus labios rojitos, y eso que no se los pinta, y delgados; tiene un lunar debajo del ojo en donde yo tengo una cicatriz.
No debería decírtelo, pero tiene unos senos pequeños y puntiagudos, si parecen limones (ojalá que ella no lea esto nunca porque me va odiar je, je), se ven así desde la posición donde en ocasiones, porque no soy un enfermo, las veo. Tiene los muslos gruesos… «En el colegio jugaba fútbol», me cuenta… supongo que a eso se debe el grosor exquisito de sus muslos; me imagino que han de ser más níveos que sus brazos y su cuello. Tiene una cintura de avispa, que me gustaría ceñir y perderme allí (como en mis fantasías erótico-mágicas); tiene, y no exagero, las manos más suaves que me han tocado, son de seda, lo sé porque ella me acarició la mejilla hace unos días; dejó, recuerdo, una estela de esperanza en mi mejilla sedienta por un beso suyo.
Sí, Claudia es muy excitante y bella. Te confieso que yo espero los recreos para verla jugar Sudoku y hablar con ella de, quizá, una película recién estrenada, de Mariátegui, de Valdelomar, de música, de política (que es su fuerte). Es una beldad. Con sólo verla me vuelvo loco… Mi locura, o mi impaciencia, me hace espiarle desde un lugar que no me ve (creo). Todas las cosas que me gustan tienen su cara. A los trece, aprendí el “juego de la botellita”, me gustaría jugarlo con ella, aunque no creo que le haga gracia y menos jugarlo conmigo, sí, porque ella es exquisita en sus gustos, yo soy poca cosa para su merced, Claudia. Ah, ella adora los canes, los pequeños sobretodo. Creo que ella haría una pareja perfecta con el enfermo de Mendiola si éste no fuera tan insano y hablo de su perversión por las alumnas. Sólo escuchar el apellido de ese señor me da rasca-rasca y/o arcadas.

(...)

A Claudia la conocí un sábado por la mañana, en junio, lo recuerdo porque desde ese día me ilusioné para toda la vida. Recuerdo que ella me encontró triste y pensativo, parado y mirando los resultados del último simulacro que dimos. Ella apareció de cualquier lado y le dio cualquier excusa a su aparición como ángel mágico. Yo la había visto antes, pero no de tan cerca como cuando me preguntó cómo me llamaba. Se lo dije y ella suspiró como diciendo: ya lo sabía, lo hice para confirmarlo. Vestía bien (un jeans azul pegado, una casaca amarilla, y, lo que más me gusto, una boina calada negra al estilo del Ché), me miró, y me preguntó que qué hacía. «Miro mi resultado», le respondí. Se quitó la boina y dejó entrever sus cabellos castaños, muy finos, por cierto. Me quedé idiota. Me miraba de reojo y eso me fascinaba. «Me llamo Claudia. ¿Me recuerdas, verdad?», y yo, que no la recordaba del todo, le dije que sí, sí, cómo me voy a olvidar de ti. «Qué haces por acá», añadí. Y ella: «Estudiando je, je, je»; esa risita la sentí burlona, de seguro pensaba que era un idiota por preguntar idioteces. «En qué puesto has quedado», preguntó. Y yo, para impresionarla: «En el segundo». Me felicitó con un palmadita en el hombro, no esperaba más por ser nuestra primera conversación. Pero algo de mí le decía que yo era un idiota, pienso, que quizá mi apariencia mustia, sosegada y de chico que nunca ha tenido chica. Quizá eso le horrorizaba, porque para que un chico de mi edad no tenga chica o había que ser gay o un completo idiota, porque ahora es pecado llegar virgen a los dieciocho. Quizá, tal vez, pensaba que era un vago, un pelele, un perdedor, lo cual me encargué de disipar al exponerle mis ideas y contrastarla con las suyas que no son nada despreciables, porque ese día me di cuenta que era una chica demasiado interesante, demasiada lejana para mis aspiraciones de aprendiz de escritor. Lo cierto, nadie me lo discute (porque nadie lo sabe), es que ese día me enamoré de ella, sobre todo de su intelectualidad… se fue, y ya la amaba para siempre, desde ese días vivo prendido de sus huellas.
Recuerdo que hablamos de política, cultura, literatura y arte, lo cual no es común en una chica porque pareciese que todas la chicas le tienen fobia a ese tipo de cosas; por eso supe desde ese día que Claudia era única e irremplazable. «Al Perú le falta gente que sepa gobernar, no una sarta de gaznápiros que se llenan los bolsillos con dinero ajeno, del pueblo hablo», inició una crítica política cierta de este tiempo. Y yo la halagué diciendo: «Bueno, mi presidenta, para eso ha nacido usted». Unos días más tardes ella me diría: «Cuando te vi parado, yo pensé que eras un vago, un tonto sin oficio, uno de esos que vienen a hacer vida social… Me equivoqué… Aprendí la lección no volveré a juzgar a la gente por su apariencia… Eres admirable». Esas palabras me levantaron lo que se llama autoestima. Ella lo hace constantemente con los halagos que le hace a mi personalidad (aunque no sabe que soy esquizoide), yo sé que ella me ve como un buen amigo, mejor confidente; no como yo quiero que me vea, es decir, su enamorado, su novio, esa sombra que se tumba a su lado en el piso, la acaricia, la besa y espera que se duerma para exhalar un suspiro profundo e insonoro.
Yo le escribo poemas de amor a Claudia, pero, ella no lo sabe. Sabe que quiero ser escritor y por eso se me ha pegado más. «Los escritores son muy intelectuales, tienes un buen futuro», me dice Claudia, creo que así justifica esta amistad. Me gusta hablar con Claudia aunque no tenga nada que hablar, si sucede eso, entonces me siento a escucharla porque ella siempre tiene algo interesante que decir, como, de repente, que han descubierto cierta vacuna para tal enfermedad, o me pide que le dé mis opiniones sobre determinada situación, cuando sucede esto, mis ojos se ponen vidriosos porque nunca antes a nadie le había interesado cómo me siento yo o qué pienso, y precisamente lo que Claudia hace, por eso tiene todo, todo mi amor.

(...)

(Fragmento de una novela inconlcusa)

domingo, 10 de febrero de 2008

Dos Poemas que me duelen

(I)

Un momento de nostalgia

Para la señorita J.

Voy a tratar de inventarte en mi cabeza
y en lo que queda de mi corazón,
quizá la última vez que nos quisimos un poco:

“Estás allí tú, tendida en la cama
en la misma posición de ayer,
bajo los mismos rayos de luz.
Cubiertos tus pies por sábanas blancas
descansan cual monumentos de mármol.
Pero tu sonrisa va perdiéndose,
y van cambiando tus labios por otros labios
que esperan recibir mis tórridos besos,
y estos se aproximan más a los tuyos…
Estás, ahora, sentada
un poco despeinada y bostezando.
Aunque no estés muy diáfana
yo te invento en mis pensamientos
y en lo que queda de mi lánguido corazón.
Te estoy inventando nostálgicamente.
Te despiertas con rocío en el pecho
y el aroma a miel de la habitación
se impregna en tus cabellos;
la púrpura de la almohada
cobija tus caderas. Tu cintura.
La blancura de las sabanas
te cubre del ombligo a los pies.
Estás desnuda. Lo sé.
Yo también lo estoy a tu lado, ¿no lo ves?
Te echas en la cama y me sonríes
como sonreías ayer por la tarde.
Estás desarropada, ¡arrópate!
No vaya ser que nos resfriemos
O… mejor calentémonos los dos.
Tu sonrisa perdida volvió.
Tus luceros se cierran mientras te beso.
Que las sábanas se ocupen de cubrirme
porque en esta noche te cubro yo…”

Una lágrima incurrió en mi imaginación.
Lo siento, pero ya no te pueden inventar más.


(II)


A un ladrón


Dedicado a un tal Diego Vallejos


Hace unos meses…


Hace unos meses llegó un ladrón a mi vida, que me la destruiría

y se llevaría todo para mí. Me quitaría lo más preciado.
Este ladrón, este desgraciado, me robó tantas cosas en una
y asesinó ilusiones, destrozó mis dos corazones…
Un ladrón sodomita me quitaría tantos momentos felices.
Desgraciado ladrón e infeliz algún día te harán lo que me hiciste a mí.

Ahora el ladrón infame está feliz con lo que me robó;
me robó algo tan preciado. El sabía que la quería, pero eso ni le importó,
eso, por el contrario, lo animaría a que me robe a mi gran amor…
Para qué te la llevas tú, si yo la hacía feliz,
si reíamos juntos mientras lo hacíamos.
Pérfido, ladrón, sodomita te romperán el alma así como rompiste la mía.

Te presentaste en nuestras vidas como un amigo (de ella).
Te ganaste su confianza y yo confiaba en sus palabras.
Bazofia de ladrón te la llevaste, me la robaste y no luché,
ahora que más la necesito es cuando tu más quieres a tu motín.
Ojalá no te pase lo que a mí, porque no sabes cuánto duele.
Ladrón sodomita, hijo de cortesana te aborrezco tanto como amo
a lo que me robaste, a tu motín…
Sé que finges ser feliz con ella y, en serio, sé feliz (por el momento lo eres);
si Dios existe, te hará pagar cada lágrima que derramé.
¿Por qué me tuviste que robar a mí?
Tú bien sabías que la quería y tú dices quererla ahora…
te apuesto que ni siquiera la amas como yo la amé tantas veces.

Ladrón sodomita, hijo de cortesana,
podrás ser feliz con tu motín. Sélo.
Podrás tomar de ella lo que quieras y tómalo…
podrás tener, ahora, sus besos, sus dedos, sus labios, sus caricias,
sus perlas, sus ojos, su cuerpo… pero ella jamás te volverá a dar
lo que me dio a mí hace un tiempo, antes de que llegaras a nuestras vidas.

No, no ladrón, no lo tendrás, y éste será tu pesar, tu dolor:
que yo, que sí la quiero, lo haya tomado y tú que dices quererla no.

Ésa es justicia no divina, ladrón,
quizá ella ya no vuelva conmigo nunca,
y quizá siga contigo mucho tiempo, pero jamás, en dos vidas,
tendrás lo que yo tomé alguna vez, ése puede ser mi consuelo,
sin embargo no lo es, pero es tu pesar, a cualquier ladrón le dolería.

Ladrón me la quitaste sin honor,
se enamoró de ti, sí, pero jamás tomarás de ella
lo que yo tomé de sus labios y de su piel, con amor.